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CRÍTICA DE TELEVISIÓN

Los Soprano o la cotidianeidad de la mafia

MANUEL DE LA FUENTE. 29/07/2011

VALENCIA. Una de las características que tradicionalmente han distinguido el consumo televisivo del cinematográfico es su inmediatez. Esta diferencia se hace especialmente presente desde los 50 y 60, en los que la crítica europea empieza a reivindicar el valor artístico del cine a partir de la puesta en valor del director de la película no como un mero encargado de poner en marcha una historia, sino como un verdadero autor que presenta sus inquietudes en sus obras.

Sin embargo, esta consideración no afectó a la televisión, pese a que algunos realizadores eran aplaudidos por la crítica por su trabajo cinematográfico. Tal es el caso, por ejemplo, de Alfred Hitchcock, ampliamente estudiado como uno de los autores más interesantes, pero de quien se ninguneaba su trabajo durante años en la serie de televisión Alfred Hitchcock Presents. De este modo, quedó establecida la idea de que el cine no era sólo una industria, sino también una manifestación artística, lo que significa que una película dejaba de ser un producto perecedero para poder convertirse en una obra clásica que incluso puede exhibirse en museos y estudiarse en universidades.

El boom que están experimentando las series de televisión en los últimos años se basa en la ruptura de esta premisa. Los consumidores de series de HBO acceden al producto con la expectativa de ver algo más artístico que comercial, de modo que su consumo no se realiza como un mero producto industrial que se olvida fácilmente, sino con el valor añadido de la calidad, un valor que se desdeñaba hacia todo lo procedente del medio televisivo. Series como The Wire han quedado fijadas como un producto audiovisual realizado en televisión pero con las pautas de recepción y análisis propias del medio cinematográfico desde una perspectiva europea.

Una de las series responsables en esta inversión de la tendencia es, sin duda, Los Soprano (David Chase, 1999-2007). Emitida en seis temporadas entre 1999 y 2007, la serie narraba la vida cotidiana de un mafioso de Nueva Jersey, Tony Soprano (encarnado por James Gandolfini), que tenía que hacer frente tanto a sus negocios como a su vida doméstica, caracterizada por un matrimonio encaminado al divorcio y por los habituales problemas de incomunicación con unos hijos adolescentes. A lo largo de las sucesivas temporadas, las dificultades de su trabajo (por su rivalidad con el resto de clanes mafiosos y por la necesidad de mantener el orden en su propia organización) se solapaban siempre con las disputas en su casa, en su ambiente de mayor privacidad.

Y la serie fascinó a crítica y público precisamente porque mostraba algo que hasta entonces había permanecido inédito: la privacidad del mafioso, cómo era su vida en familia. Éste era un aspecto que había estado apartado en el cine de mafiosos, del que Los Soprano tomaba, no obstante, constantes referencias. Pero si en películas como El Padrino (The Godfather, Francis Ford Coppola, 1972) o Casino (Martin Scorsese, 1995) sí asistíamos a alguna escena familiar, no dejaba de ser o bien un mero escenario de fondo para el transcurso de los negocios (la escena inicial de la boda en El Padrino mostraba cómo Vito Corleone seguía con sus asuntos en su despacho) o bien un recurso narrativo para mostrar la violencia de los personajes (las discusiones en Casino entre el protagonista, Sam Rothstein, y su mujer).

En Los Soprano, y aquí radica su primera novedad, el espectador se introduce en los momentos anodinos de la vida familiar de los mafiosos para descubrir de inmediato que su vida no difiere tanto de la de ellos, que tienen una serie de problemas comunes (buscar universidad para los hijos, por ejemplo) con los que es muy fácil sentir empatía. De ahí que el personaje de Tony Soprano nos pareciese, de repente, muy próximo a nosotros. No se trata del mafioso visto como un personaje mítico, sino como alguien humano, que podía ser perfectamente nuestro vecino.

La segunda gran novedad que ofrece Los Soprano es su contemporaneidad. Normalmente, el cine de mafiosos se caracterizaba por elaborar un relato del pasado, contando cómo había sido la vida de los gángsters, narrando incluso su muerte como fin de la historia. Una película como 'Uno de los nuestros' (Goodfellas, Martin Scorsese, 1990) partía de un narrador omnisciente, es decir, un narrador que tiene toda la información y que le va relatando los hechos al espectador. Sin embargo, en Los Soprano asistimos a cómo se van desarrollando los acontecimientos en el mismo momento en que se van produciendo, de modo que al espectador le pasa como a los personajes: no sabe lo que va a pasar porque el futuro es impredecible.

Y nos situamos al lado de Tony Soprano con sus dudas sobre su comportamiento, con sus frustraciones cuando las cosas no salen como había deseado o con su sorpresa cuando interviene la policía en sus negocios. Esta forma de narrar potencia la cercanía de los personajes, y se adecua perfectamente a las pautas narrativas de la televisión, porque los personajes van evolucionando y madurando capítulo a capítulo, semana a semana, tal y como le sucede a quien va contemplando la serie.

Este transcurso que va marcado por los acontecimientos afectó también a la constitución del programa. Planteado al principio en torno a la figura de la madre de Tony Soprano como la fuerza aglutinadora de la familia, la enfermedad y fallecimiento de la actriz Nancy Marchand obligó a reestructurar la estructura narrativa, del mismo modo que el otro punto de partida, la visita del mafioso al psiquiatra (compartido con una película estrenada también en 1999, Una terapia peligrosa, Analyze This, Harold Ramis) también se va rehaciendo e incluso diluyendo en su importancia según se van sucediendo las temporadas y van los guionistas buscando otras derivaciones en la historia.

Los Soprano, así pues, usa esa temporalidad propia del medio televisivo para crear la sensación de que el espectador no es un mero receptor al que le van a contar una historia cerrada con un valor moral, sino que se siente partícipe de los acontecimientos que se van desarrollando en la pequeña pantalla. De ahí los problemas planteados a los creadores de la serie a la hora de darle un final, obligados a conjugar la necesidad de clausurar el producto con la imposibilidad de crear un fin abrupto o artificioso.

Los Soprano contribuyó, de manera decidida, a ver con otros ojos la ficción televisiva, a establecer un modelo en que el espectador exige calidad, y a reivindicar el concepto de autoría en el medio. Hablar de Los Soprano es hablar de David Chase, del mismo modo que, posteriormente, no podemos disociar The Wire de su creador, David Simon. En el caso que nos ocupa, hablamos del responsable de una serie que ha planteado una nueva forma de narrar y de dirigirse al espectador, partiendo del conocimiento de un género (el cine de mafiosos) que decide actualizar según los tiempos actuales. Los mafiosos ya no son personas alejadas de nosotros, sino que van en chándal, hacen barbacoas en casa y se ríen recitando los diálogos de El Padrino.

Tal vez porque ellos no son, en realidad, el enemigo principal del sistema, sino una parte del mismo. Tal vez porque, al humanizarse el mafioso, descubrimos que el mafioso trajeado es el que especula en Wall Street, tal y como sostiene la película Inside Job. Son preguntas que lanza al aire David Chase, reivindicando la validez del medio televisivo para, al igual que el cine, llevar a la reflexión desde el entretenimiento.

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