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"Yo también me he indignado y... ¿ahora qué?"

ANSELM BODOQUE. 29/05/2011

VALENCIA. Debo decir que respeto profundamente la trayectoria personal de Hessel, autor del best seller '¡Indignaos!', pero no comparto su llamamiento a la indignación general como forma de acción política contra el asalto al Estado del Bienestar y a la democracia que, en su opinión, está llevando a cabo el capitalismo financiero y especulativo sin que nuestros representes políticos y gobiernos hagan nada. El caso es que desde la lectura de su opúsculo, no sólo escucho la palabra "indignado" continuamente, sino que, de repente, me he dado cuenta de que vivo en una sociedad repleta de indignados, siempre preparados para enfadarse por algo y contra alguien.

El dueño del bar donde tomo café está indignado por la Ley Antitabaco y los impuestos, por la falta de clientes, por la crisis y por un sin fin de cosas más, que cambian y aumentan cada día que pasa. Mis vecinos de finca también lo están, unos por el ruido y el tráfico, otros por la presencia de inmigrantes en el barrio, los hay que lo están porque los jóvenes no tienen oportunidades, porque los bancos no dan créditos, por el paro y por la corrupción.

En el trabajo hay indignados de todos los colores: contra Zapatero y su levedad política, contra que Rajoy sea presidente sin decir qué quiere hacer y cómo, contra Merkel y el egoísmo alemán, contra Camps que tiene el poder y no gobierna, contra Alarte y su arrogancia insustancial, contra los jueces, la clase política, la izquierda y la derecha, el recorte del Estado del Bienestar, la claudicación de la socialdemocracia, el neoliberalismo, los ataques a la Iglesia Católica, la legalización de Bildu y hasta la telebasura que nos atonta.

Los motivos de indignación son inacabables y contradictorios; pero lo cierto es que no hay más que gente indignada en todas partes. Y, sin embargo, tanta capacidad crítica no se traduce habitualmente en nada: tenemos una sociedad civil subvencionada, y una ciudadanía mayoritariamente apática, desafecta y de normal complaciente con el poderoso y sus abusos.

La crisis ha generado malestar y es éste creciente. El 15-M ha sacado a la calle mucho del disgusto social y político existente, y eso ya es positivo. Algo se mueve. Hasta el momento las voces dominantes en este heterogéneo movimiento parecen apostar por un radicalismo democrático que regenere las instituciones y la forma de hacer política (el 15-M en Madrid pide básicamente: reforma electoral, lucha contra la corrupción, separación efectiva de los poderes públicos y mecanismos de control ciudadano para la exigencia efectiva de responsabilidad política), y la profundización de las políticas sociales (las reivindicaciones del 15-M de Barcelona, además del radicalismo democrático, insisten -más que en Madrid- en la necesidad de fortalecer las políticas sociales, hacer reformas fiscales, mejoras del mercado laboral, cambiar las prioridades del gasto público y proteger el medio ambiente).

Muchas de las cosas que dicen son razonables y necesarias, otras discutibles y algunas despropósitos; pero, en cualquier caso, no deberían ser ignoradas por la partitocracia dominante, expresan una voluntad de mejora del sistema político y social que tendría que ser escuchada y entendida. Nada más y nada menos. Del 15-M no se pueden esperar soluciones a una crisis de carácter sistémico a la que ningún gobierno occidental ha sabido hacer frente hasta ahora.

El movimiento, pacífico y con capacidad autoorganizativa, ha puesto de manifiesto también el valor de las redes sociales de Internet como nueva forma de comunicación y de acción política de carácter horizontal, transversal, inmediato y más trasparente. Algo que contrasta con la práctica habitual de los partidos, sindicatos, instituciones y empresas tradicionales, que siguen comunicándose en Internet de la misma manera que fuera de la red: de modo jerárquico, oscuro, ególatra, anquilosado y lento, mirando con desconfianza a los ciudadanos.

Con todo, a pesar de su capacidad de movilización y la repercusión mediática, hay que hacer tres observaciones sobre el 15-M. Primera, es un fenómeno protagonizado por minorías, que de momento es observado por la inmensa mayoría de la población con una cierta simpatía; pero que es visto con recelo por los principales partidos y grupos de poder, y con sincera hostilidad en sectores conservadores de la sociedad. Segunda, si se observa de cerca los impulsos del movimiento, se tiene la impresión de que es como una gran estación de ferrocarril: hay mucho ruido, muchos trenes, pero cada uno de ellos tiene un recorrido y un destino distinto y no siempre van la misma dirección. El movimiento es demasiado heterogéneo y difuso, y será difícil que tenga continuidad, liderazgos y sentido claros cuando las acampadas empiecen a decaer y los medios de comunicación desvíen su atención hacia otros temas.

Y tercera, las acampadas tienen mucho de espontáneo y vitalista, y sus propuestas son lógicamente genéricas (aunque menos que las de algunos partidos). Para su realización es necesario trabajo, y recursos humanos y económicos a lo largo de un tiempo largo; y el 15-M tiene, como todo movimiento de estas características, una pulsión por conseguir sus objetivos de manera inmediata. Las expectativas y objetivos de los participantes en el 15-M son demasiado elevadas a corto plazo teniendo en cuenta el grado de estructuración y la limitada capacidad de presión del movimiento y eso es terreno abonado para la decepción.

Afirma el filósofo francés Comte-Sponville que el principal reto de las personas es gestionar nuestras expectativas. Tendemos, de natural, a esperar demasiado de las cosas y de la gente, esperamos que los otros solucionen nuestros problemas, analizamos mal, nos dejamos llevar por las emociones irracionales y un día al mirarnos en el espejo comprobamos que lo que creíamos que iba a pasar no ha ocurrido y nos sentimos decepcionados. Entonces, en vez de cambiar nuestra forma de pensar y hacer las cosas, caemos en la apatía, el cinismo, la arrogancia o corremos de nuevo tras otra ilusión sin fundamento.

Y creo que un movimiento de indignados, si sólo es eso, una eclosión, una suma de anónimos en las redes sociales, generará frustración y más desconfianza en la política democrática, pluralista y compleja. Más rechazo populista a todos los políticos, y nuevos brotes de indignación en el futuro, aunque con formas y objetivos distintos. Y, finalmente, la consolidación de una lógica de acción colectiva dispersa y desestructurada que beneficie a quienes han provocado esta crisis y no la sufren.

Los estallidos de indignación no son la solución, son la manifestación de un malestar creciente. La transformación y mejora de la sociedad depende más de los cambios silenciosos, de la organización, la discusión argumentada, el análisis y el esfuerzo que de explosiones de indignación. Yo también me he indignado y... ¿ahora qué? Más ciudadanos conscientes y activos, y menos indignados. Ese es el reto.

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1 comentario

Juancar escribió
29/05/2011 09:22

Eso de que tenemos "una ciudadanía mayoritariamente apática, desafecta y de normal complaciente con el poderoso y sus abusos" no será en buena medida un invento que repiten los que no quieren los nada cambie. Porque los dos grandes partidos, con el acuerdo de los pequeños, ya se han encargado de levantar barreras lo suficientemente elevadas para que los ciudadanos no nos podamos organizar y movilizar si no es con elevado coste, ¿dónde se puede uno reunir si no es en un bar o en su casa?, ¿dónde están en este país de las subvenciones a los afectos, las ayudas para infraestructura (local, secretarias, correos electrónicos, etc) para potenciar el asociacionismo como en los países del norte de Europa?. ¿dónde dar poder efectivo a las asociaciones de consumidores no controladas tipo UCE en manos del PSOE por ejemplo primer paso de movilizacion ciudadana?.Pues eso,menos cantinelas y más mirar cómo se ha favorecido la organización ciudadana en sociedades màs desarrolladas.

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