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opinión

Romero, presidente del Valencia en el exilio

Romero, en varias entrevistas medidas, ha personificado un deseo poco sutil: gobernar el club. Pero entre tanto lo ha hecho con virtudes sorprendentes. Ha sido crudo, ha planteado soluciones reconociendo su dificultad, ha analizado bien el porvenir del VCF, no ha dado lugar a las epopeyas...

13/01/2017 - 

VALENCIA. Lo que sabemos: Limhoon ha desarrollado un sistema cerrado, como aislado del mundo (un periódico francés se refería esta semana al VCF como ese “club andaluz”), regido por sus propias normas estrafalarias. Un mundo feliz fallido que hizo aguas por todos los lados. El destarifo es tan épico que si no hay demasiado infortunio el Valencia se salvará y si se concatenan algunos infortunios el Valencia podría terminar en Segunda. Nunca recuerdo conscientemente haber escrito esas seis últimas palabras. Alguna vez tenía que llegar.

Hay un proceso de normalización en fase final. Ya no hay dudas respecto a la negligencia del propietario y todos, más que menos, con mayor o menor virulencia, acaban pidiendo que se marche o, en el argot de los tímidos, que cambie su manera de gestionar (tiene narices que se crea que Limhoon puede transformar el hilo de su gestión cuando ha dado muestras probadas que si algo tiene bien claro es cómo quiere proceder con este club).

Llegados a este punto podrían ocurrir tres cosas: que Lim se atrinchere (más) e ignore por completo las gracias de la hinchada; que Lim sepa que su tiempo está acabado y entre en proceso de venta (hay síntomas que muestran que puede estar ya ahí); que el Valencia termine despeñándose contra Segunda y su supervivencia como entidad se ponga en duda.

Entre que llegan los distintos escenarios, la realidad es una fuerte trinchera. El Valencia encerrado en la mazmorra deslocalizada de Limhoon, guerrillas cutres manchadas de ego viscoso a su alrededor… y a la espera del desenlace.

Es lógico que con un contexto tan envenenado al Valencia le haya salido una suerte de presidente en el exilio. Se llama Juan Manuel Romero, es viejo conocido de casi todos. Ante la falta de atrevimiento o bien de compostura de otros muchos, Romero es oficialmente un dirigente paragubernamental. No está en el Valencia pero sus actos y sus palabras van a servir de guía para toda una afición belicosa pidiendo el fin de los días de Lim. 

A través de alguna campaña de guerrilla viral se intentó postular como presidente en el exilio (vamos a tener que acostumbrarnos a la dualidad a partir de ahora) a Amadeo Salvo. Pero es complicado querer ser liberador y verdugo; las virtudes poderosas no inhabilitan los estropicios.

Romero, en varias entrevistas medidas, ha personificado un deseo poco sutil: gobernar el club. Pero entre tanto lo ha hecho con virtudes sorprendentes. Ha sido crudo, ha planteado soluciones reconociendo su dificultad, ha analizado bien el porvenir del VCF, no ha dado lugar a las epopeyas. A diferencia de otros no ha convertido sus apariciones en una opereta de mal gusto; no ha convertido su oposición a Lim en un nuevo ridículo en la mochila del club, si no en una cuestión de supervivencia sosegada. 

Tampoco está especialmente manchado por su pasado, ni tan siquiera chamuscado por el proceso de venta. Supo apartarse en el momento justo. En ocasiones dar tiempo al tiempo es la manera más veloz de llegar a los sitios. Romero ha proyectado un plan realista y por tanto bien completo. 

Es infinitamente más sencillo pontificar que ejecutar. Es probable también que la propiedad no atienda ni una de sus súplicas y prevea en caso de venta un acuerdo con príncipes remotos. Pero al menos el valencianismo, huérfano de referentes solventes, tiene ya una suerte de presidente en el exilio (no olvidemos que el eje geográfico del VCF es Singapur, Valencia solo es sucursal). Un primer paso. Una pequeña buena noticia. 

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